Ayer participé de un encuentro sencillo en el que "cerramos" el año de trabajo. En un momento de compartir cada uno fue diciendo con libertad aquellos momentos o situaciones o personas en los que podía ver con claridad el paso de Dios en su vida, especialmente durante este año. Fueron muchas las razones para agradecer, pero varios también expresaron dolores, o situaciones que no los hacían felices, y advertí que todas esas heridas tenían un factor común: sufrían un apego. Sufrían no poder desprenderse de una persona, de un lugar, de una decisión, de un rol. Sufrían los cambios.
Me quedé pensando mucho en esto, y ví que gran parte de nuestros sufrimientos e incluso errores y limitaciones personales, tienen que ver con esta actitud de apego, de aferrarse, de apropiarse de algo o alguien que no nos pertenece. No lo entendemos. Le adosamos culpas a otros, nos ponemos en un rol de víctimas incluso magnificando un sufrir que no tiene sentido.
Recé. Desde lo hondo del corazón le pedí al Señor que me enseñe a ser pobre, que me enseñe a vivir sin aferrarme ni apegarme a nada (ni rol, ni personas, ni cosas, ni ánimos, ni situaciones). Que me regale la capacidad de aprender a disfrutar lo que hay, de aprender a compartir lo que traigo y lo que me dan, y de saber hacer fiesta con poco; que me enseñe a pedir lo que necesito, a decir gracias cuando recibo, a mirar alrededor con otros ojos.
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